Cuando se me ocurrió decir que El perro mongol me había parecido una película maravillosa; que me había gustado tanto que, con toda seguridad, no tardaría en viajar a las estepas de Mongolia; las personas que estaban conmigo me miraron como si frente a ellas tuvieran a un marciano. En aquella tertulia, la mayoría consideraba que era un bodrio sin igual y yo, por el contrario, pensé que era de lo mejorcito que había en el mercado en aquel momento. Causé tal revuelo al defender las bondades de la película que incluso me amenazaron con llenarme el suelo de casa con boñigas de vaca, cortarme el agua corriente y la luz, para que me ambientara y luego les contara las gracia que tenía vivir así. Creo que ellos no entendieron nada.
Sigo pensado que El perro mongol es una buena película, casi un documental, que nos cuenta la vida de una familia, los Batchuluun, en la estepa de Mongolia. La historia gira alrededor de Nansal, una niña que vive con sus padres y hermanos. Un día, mientras recoge leña para llevar a la tienda en la que vive con su familia, encuentra un cachorrito de perro y quiere llevarlo a casa. Sin embargo, el padre cree que el animal es la reencarnación de un lobo y que la presencia en la casa sólo puede traerles desgracias por lo que obligará a Nansal a que se deshaga del perro.
¿Les parece un argumento absurdo? ¿Simple? Pues puede serlo y casi les diría que lo es, pero le sirvió a Byambasurem Dvaa (su directora), para filmar una bellísima historia que nos muestra la vida de los nómadas mongoles en el siglo XXI.
La belleza de los paisajes, una ambientación rica en colorido y detalle, hacen de esta película un verdadero banquete para la vista. A lo largo de la película verán como la sencillez lo llena todo, donde los actores no lo son sino personas corrientes que se limitan a vivir con una cámara que les filma en sus cosas cotidianas, en su vida de nómadas. Verán como las bostas (excrementos) de los yaks y otros animales forman parte de los elementos habituales con los que se desarrolla la vida de la familia, igual servirán para que Nansal y sus hermanos jueguen, como para que sean utilizadas para mantener las hogueras con las que la familia cocina, se calienta, etc. La espiritualidad marca la vida de estas personas, una vida religiosa que lo impregna todo y que los niños aprenden a respetar. La hermana de Nansal pronunciará la famosa frase No se juega con Dios cuando descubre a su hermano pequeño jugando con una figura de Buda. Una frase que podría quedar en eso, en un simple dicho, pero que trasciende al ver la vida de los que rodean a quien la pronuncia. Y es que desde luego, con Dios no se juega. Veremos como la madre explica a sus hijos qué es lo que ocurre con la reencarnación porque Todos morimos pero nadie está muerto; como se exorcizará la mala suerte y pedirá la protección de Buda mediante el lanzamiento de cucharones de leche al aire mientras se despide al padre de la familia.
Y verán qué lejos está ese mundo del nuestro y lo sencilla que puede ser la vida aún en las situaciones más incómodas. Porque lo que de verdad importa es lo que uno siente y cómo lo siente, que lo material por lo general nos aleja de lo esencial. No les quepa ninguna duda que la que escribe irá a Mongolia y recorrerá sus estepas y mirará a todos y cada uno de los perros con los que se cruce pues, con toda seguridad, en otra vida, fueron alguien con una historia que sus ojos nos contarán.
Si me lo permiten, les diré que deberían verla dos veces, una para disfrutarla (porque la fotografía bien lo vale) y otra para perderse en los detalles. Mírenla detenidamente, obsérvenlo todo, absórbanla y vista desde ahí estoy segura que no les decepcionará.
© Del Texto: Anita Noire